El niño en la penumbra

 


En los recodos pálidos del tiempo,
donde el suspiro muere sin nacer,
vaga un niño —frágil monumento—
que aprendió a no sentirse merecer.

Su madre, ausente estatua de granito,
miró sin ver, oyó sin compasión;
y en la tormenta de aquel grito infinito
nunca tendió su mano al corazón.

La escuela fue un templo del desprecio,
cada jornada un látigo sin fin,
y el silencio materno, su desprecio,
fue el verdugo que selló su porvenir.

En cierto invierno, tan oscuro y lento,
algo en su pecho quiso desaparecer;
y el mundo —ciego— ignoró el lamento
de aquel niño que dejó de florecer.

No murió, pero murió en fragmentos,
como un espejo roto en su niñez;
y creció entre ruinas, entre lamentos,
creyendo en su desgracia por vejez.

Cuando ama, se pregunta entre sollozos:
“¿Por qué a mí? ¿Será error del destino?”
Y aunque le ofrezcan cielos luminosos,
ve su reflejo en un charco sin camino.

Se sabotea, se arrastra, se condena,
como si amarle fuese sacrilegio;
y olvida —pobre alma tan ajena—
que es un milagro, no un reflejo.

Mas su alma, hecha de luna y tormenta,
sabe danzar entre lo gris y el sol,
y aunque a veces su esperanza se ausenta,
es un faro envuelto en su dolor.

Él es suficiente —lo repito—,
con su herida, con su lágrima y temblor,
porque el amor más fiel y bendito
nace, a menudo, del más hondo dolor.

                                                             Raúl Hidalgo N. 2025

Comentarios