Estoy bien —mis heridas ya no lloran,
ni sangran ecos de pasión vencida—
yace el alma en paz, aunque demora
el olvido en cerrar toda su herida.
Hace un mes que su sombra no se asoma,
ni el recuerdo de su risa me acompaña,
ya no brilla en mí su viejo aroma,
ni su voz —de acento leve— me engaña.
Su corazón, entre juegos e inclemencia,
ya no canta en los salones de mi mente.
Mi pecho —libre de su antigua presencia—
se alza más firme, más indiferente.
Aquella voz, que en su dulzura abría
mis sellos más secretos y guardados,
ya no vuelve a despertar la fantasía
de un amor por su desdén quebrado.
He olvidado el pálido de su semblante,
el arco delicado de su frente,
su nariz sutil, su gesto vacilante,
la inquietud que causaba dulcemente.
A veces —lo confieso— me pregunto,
si en sus horas ella piensa en mí,
si albergó, aunque un instante difunto,
algún temblor de amor que yo no vi.
Mas hoy, al ver su día celebrado,
una sombra fría me ha invadido,
una nostalgia amarga, un leve estado
de lo que pudo ser… y fue perdido.
Qué habría hecho por ella, qué regalo,
qué caricia envuelta en poesía,
si en vez de desprecio, su halo
me hubiese ofrecido un alma compartida.
Pero no… esa pena ya la he arrojado,
como un cuervo muerto de mi pecho;
ya no hay nombre, ni verso consagrado,
ni altar de amor en este lecho.
Si no me amó —ni un poco, ni en intento—,
entonces que la ausencia sea completa:
ya no existe en mí ni un pensamiento,
solo el eco de una flor... marchita y quieta. Raúl Hidalgo N. 2025
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