El latido del fuego

Muchas veces creí que ya era un muerto,
piedra inerte en abismo sumergida,
ni el alba me ofrecía redención cierta,
el sol nacía… solo para herir mi vida.

No había consuelo en sombra ni en aurora,
la luz del mundo ardía como espina.
Mas algo —débil, terco— aún latía,
una chispa que al dolor jamás se inmola.

Pequeña llama, casi un susurro enfermo,
temblando al borde del soplo final,
se aferraba al pulso frío de mi infierno,
aun sin promesa, aun sin un lugar.

Hoy esa llama se alza, ya no tiembla,
es una flama refulgente que me enciende,
acaricia mi pecho como un beso lento,
y en su calor, mi alma se desprende.

La he visto mirarme desde las ruinas,
como un alma que nunca me abandona,
y al rozar mi pecho con sus pupilas
despierta la vida que en mí reposa.

Aunque a veces se esconda tras la bruma,
aunque su fulgor parezca desistir,
la siento todavía en mi pecho, callada,
ardiendo en silencio, aferrada a no morir.

Y si algún día, exhausto, vuelvo a hundirme,
si la noche eterna me reclama,
sé que esa llama habrá de revivirme,
como fénix, como estrella, como alma.