Cordillera

Por casualidades del destino, después de un agosto horrible, y el hecho de comenzar un nuevo trabajo la segunda semana de septiembre, tuve libre la primera semana del mes. Fue entonces cuando decidí volver a cruzar la cordillera. No sé si llamarlo impulso o condena, pero hay en mí una fascinación indescriptible hacia esas montañas, una obsesión que me arrastra a contemplar su majestad como si me enfrentara a un tribunal eterno. Al verlas, comprendo lo pequeño, lo insignificante que soy: ante mí se alza no solo un cordón montañoso imponente, sino algo con alma, con una presencia que parece encarnar la figura de un dios. Y en invierno, cuando está cubierta de nieve, esa presencia se transforma en un espectáculo que ninguna palabra logra abarcar. Cada curva del camino descubre un nuevo mundo, un paisaje tan vasto que la palabra “hermoso” se vuelve un insulto, una reducción vulgar de lo inefable.

Desde niño viví con ella ahí, siempre al frente, tan cercana y al mismo tiempo tan lejana. Su grandeza me parecía inalcanzable, como si en su altura se ocultara un misterio vedado a los hombres comunes. Me preguntaba qué habría allá arriba, qué formas insólitas, qué paisajes imposibles se ocultaban tras esas cumbres. Y ese anhelo, esa curiosidad casi infantil, fue la que un día me impulsó a subir y atravesarla. Desde entonces dejó de ser un sueño distante y se transformó en una revelación: por fin conocí a la figura colosal que toda mi vida había contemplado de lejos, en silencio.

En este último viaje, lo que experimenté fue algo más que simple contemplación: fue un golpe directo al alma. Jamás en mis 36 años mis ojos se habían posado sobre un paisaje tan grandioso como aquel que me recibió al volver a Chile. Intentar describirlo sería inútil, pues no hay cámara ni palabra capaz de reproducir lo que sentí en aquel instante: estar en medio de la nada, bajo vientos que calaban los huesos, con la escarcha helando mi rostro, rodeado de un silencio sagrado. Sectores enteros con seis metros de nieve se levantaban como muros inmutables, formaciones rocosas imposibles surgían engalanadas de blanco, y los valles se extendían como si no tuvieran fin. Vi un río iluminado por el atardecer, serpenteando entre montañas, y comprendí que la belleza no existe en los ojos, sino en el estremecimiento interior que produce.

Allí entendí, con una claridad brutal, que mi vida es apenas un soplo: soy polvo arrastrado por el viento cordillerano, escarcha que brilla un instante antes de disolverse en el aire. Todo lo que creo ser, todos mis recuerdos, incluso mi dolor, son nada frente a esa eternidad indiferente. Y si he de morir, que mi cuerpo desaparezca allí, entre esas montañas heladas, confundido con la nieve y el viento frío que acariciará algún día el rostro de otro viajero. Quizás entonces, en esa disolución, alcance por fin una verdad que aquí, entre los hombres, me resulta imposible comprender.


 

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