Cuando aprendí a estar solo, fue cuando menos solitario me sentí, como si por fin me sintiera realmente parte del mundo. Puede sonar extraño, quizás hasta sin sentido, pero he experimentado esa sensación este último año. Y en esa contradicción —sentirse acompañado en la ausencia de todos— descubrí algo parecido a una calma inesperada, como si en el silencio se escondiera una verdad que siempre me había rehuido.
Tuve una infancia traumática en varios aspectos, que me llevó a desarrollar una timidez muy temprana. Sentí que en ese entonces me cortaron la voz: el acoso escolar constante y la violencia me marcaron profundamente. La permisividad de mi madre tampoco ayudó; no me sentí defendido por nadie. A eso se sumaba el sobrepeso, que agravaba las burlas y los golpes. De todo aquello nació también la tartamudez, que me acompañó durante años y hacía aún más insoportable la crueldad en la escuela. Recién pasados los veinte logré superarla por completo, aunque todavía siento que esa herida dejó una marca silenciosa en mí. Fue como si mi infancia hubiera quedado atrapada en un eco interminable de risas y humillaciones, una sombra que seguía detrás de mí aunque intentara avanzar. Aprendí demasiado pronto lo que significa sentirse pequeño en un mundo que parece disfrutar de tu debilidad. Y aunque logré dejar atrás el tartamudeo, nunca he olvidado la sensación de ser señalado y ridiculizado.Conservo un viejo y destartalado libro de Poe al que le tengo un cariño especial. Lo compré de segunda mano en una feria durante mi adolescencia y, en esos años de soledad, solía leer sus cuentos en voz alta. Aquella costumbre no solo me ayudó a mejorar mi tartamudez, también me dio la sensación de tener una compañía discreta, como si entre sus páginas hubiera alguien que entendía mis silencios.
Lo abandonado que me sentí en mi infancia tampoco ayudaba. No culpo a mi madre ni a mi padre; hicieron lo que pudieron con las herramientas que tenían y con la inmadurez de quienes no sabían cómo criar niños. Sin embargo, para mí, como niño, lo único real era esa soledad. Recuerdo pasar fines de semana enteros sin la compañía de un adulto, cuidando a mis hermanos menores y preparando la comida. Aquella responsabilidad temprana me hacía sentir mayor de lo que era, como si la infancia se me escapara demasiado rápido.
Lo que escribiré ahora solo lo sabe mi psicóloga, y es un tema delicado. Este blog se ha convertido en un espacio personal, un rincón al que no accede nadie más. Nunca lo he difundido en redes sociales, y la única persona con quien he compartido lo que aquí escribo es ella. Para mí es un desahogo, un lugar donde puedo soltar lo que callo en la vida diaria. Apenas unas pocas personas saben que me gusta escribir, y puedo contarlas con los dedos de una mano. De vez en cuando aparece alguna visita solitaria en el marcador, que siempre supongo será un bot, porque no tengo seguidores. Y en esa aparente invisibilidad encuentro cierta paz: escribo sabiendo que, en el fondo, escribo solo para mí. Pero a veces pienso que, si alguien llegara a encontrar este blog y mi experiencia le sirviera de algo, me sentiría satisfecho… aunque nunca tendría forma de saberlo.
Sin duda, lo que más marcó mi infancia solitaria fue el momento en que intenté atentar contra mi vida. El nivel de violencia y abandono que sentía entonces era tan grande, que mi alma simplemente colapsó. Tenía apenas 10 u 11 años. Hoy miro hacia atrás y me estremece imaginar la fragilidad del cuerpo de ese niño, al que yo mismo, por un instante, decidí abandonar. Era tan pequeño que ni siquiera sabía hacer bien un nudo. No entraré en los detalles de lo que ocurrió, solo diré que la cuerda cedió; quizás, de no haber sido así, la historia sería otra. Y si ya me sentía abandonado en ese tiempo, la peor herida fue pasar tres semanas con el cuello marcado sin que ningún adulto lo notara. Ese silencio de los demás fue tan devastador como el acto mismo: me enseñó demasiado pronto lo que significa ser invisible.
Todo aquello me llevó a desarrollar un miedo profundo a la soledad. Estar en ella me devolvía de golpe a la infancia, a esa sensación insoportable de abandono, y también al recuerdo de haber rozado tan de cerca la muerte en medio de la desesperación. Por eso la evitaba siempre que podía, aunque a lo largo de mi vida he tenido que enfrentar momentos de aislamiento absoluto. En esos instantes me sentía atrapado en un agujero oscuro, del que no había salida, mientras el mundo seguía su curso sin darse cuenta de que yo estaba allá abajo. Era como si mi existencia quedara suspendida, invisible para todos, incluso para mí mismo.
Como dije, era bastante tímido. No me incomodaba la interacción social; de hecho, deseaba ser parte de ella, pero me avergonzaba mostrarme. Quería hablar, reír y participar, pero me detenía una fuerza que parecía más grande que yo. Hay personas que simplemente detestan socializar, que prefieren mantenerse al margen; yo no era de esos. Lo mío era distinto: la timidez y el tartamudeo me cerraban la boca en los momentos en que más quería abrirla. Esa contradicción me acompañó durante años, haciéndome sentir atrapado entre el impulso de acercarme y el miedo de ser rechazado.
En la adolescencia las cosas empezaron a cambiar. Nuevo colegio, nuevas personas, y comencé a notar que a muchos les agradaba. Tartamudeaba menos y aprendí a disimularlo mejor. Pero fue en mis 20 cuando hubo un cambio más claro: aunque seguía siendo tímido, en los grupos de amigos, cuando tomaba confianza, me animaba a hacer comentarios graciosos que se me ocurrían. A mí me hacían reír, y descubrí que a los demás también. Recuerdo que un amigo decía que Raúl era muy chistoso, y para mí fue un punto importante. Empecé a mostrarme más abierto al mundo, a decir lo que pensaba sin darle tantas vueltas, y mi parte más solitaria, la que se aislaba, empezó poco a poco a quedar atrás.
Tuve mi primera novia en esa etapa, y con ella sentí que mi autoestima empezaba a crecer. No era una confianza implacable ni mucho menos, pero considerando de dónde venía, para mí era un paso enorme. Descubrí entonces una parte sociable en mí que siempre había estado reprimida, como si hubiera permanecido años esperando su turno para salir. Esa faceta me mostró que podía acercarme a la gente con naturalidad, que no todo era rechazo o burla. Hasta el día de hoy se me hace fácil conocer personas, mucho más ahora que en mis 20, aunque nunca fui el centro de la fiesta. En aquellos años seguía siendo, sobre todo, una lucha constante contra mis inseguridades y las cicatrices de mi infancia.
Sin embargo, había un tema que nunca logré resolver del todo: la manera en que enfrentaba mis momentos de soledad. Fueron muchos a lo largo de mi vida, pero siempre los viví como un espacio incómodo, del que necesitaba escapar. La soledad me devolvía de inmediato a esos recuerdos oscuros de la infancia y al aliento cercano de la muerte que había conocido demasiado pronto. Cada vez que me veía obligado a quedarme a solas conmigo mismo, sentía que caía otra vez en aquel abismo, un lugar que no tenía fondo y donde la única compañía eran mis propios fantasmas. Era como si estar solo me obligara a escuchar todas esas voces del pasado que durante el día lograba acallar. Me desesperaba la idea de que ese vacío no terminara nunca, de que en ese silencio se revelara la verdad de que, en el fondo, no era importante para nadie. La soledad no era un simple estado pasajero: era un espejo que me mostraba con crudeza lo que siempre había intentado evitar. Y cada vez que la enfrentaba, la lucha era no sentirme devorado por mí mismo. Había en esa experiencia un dolor que no podía compartir con nadie, porque nadie más lo entendía. Y lo peor no era la ausencia de compañía, sino la certeza de que, aun rodeado de personas, ese vacío podía volver a aparecer en cualquier momento. Era un enemigo silencioso, paciente, que nunca terminaba de marcharse.
Después de un tiempo en terapia, entendí que no podía seguir huyendo de la soledad y decidí enfrentarla de la manera más directa que se me ocurrió: emprendí un viaje completamente solo por Argentina. Solo yo y mi auto, sin reservas de hotel, sin un plan estricto, simplemente lanzándome a la vida. Significaba volver a cruzar la gran cordillera, pero esta vez sin copiloto, sin nadie a quien recurrir si el peso del silencio se volvía insoportable. No entraré en los detalles del viaje, porque podría pasar horas escribiendo sobre él, pero lo esencial es que, al conducir hacia la cordillera, un miedo enorme me paralizaba. No era tanto el miedo al camino o a la distancia, sino a la idea de pasar tres semanas enteras sin poder escapar de mí mismo. Imaginaba noches en hoteles vacíos, desayunos en mesas solitarias y kilómetros de ruta donde el único sonido sería mi propia respiración. El silencio me inquietaba, porque en él todo lo que había intentado enterrar volvía a hacerse presente. Más que a perderme en un país extranjero, temía perderme dentro de mi propia cabeza. Ese pensamiento me acompañaba como una sombra en cada curva de la ruta, recordándome que el verdadero reto estaba dentro de mí.
Recordé entonces una frase de Marco Aurelio que me acompañó durante todo el viaje: “En ninguna parte puede hallar el hombre un retiro tan apacible y tranquilo como en la intimidad de su alma.” La había leído poco antes de partir y, de algún modo, fue lo que me dio el empujón para animarme a hacerlo.
Con el paso de los días, los miedos comenzaron a disiparse. No lo niego: los dos primeros días fueron duros. Ver a la gente compartir momentos alegres mientras yo no tenía con quién vivirlos me producía una tristeza que pesaba más que la ruta misma. Había un vacío incómodo que parecía recordarme a cada instante lo que me faltaba. Pero poco a poco ese peso fue cediendo, y empecé a notar algo distinto: la soledad también traía una calma silenciosa, una tranquilidad que nunca antes había permitido entrar. Por primera vez comenzaba a aceptarla, incluso con los fantasmas que arrastraba conmigo. Había instantes en que el silencio dejaba de ser amenaza y se transformaba en descanso. Sentía que el aire se volvía más liviano, como si la ausencia de voces externas me permitiera escucharme de verdad. En esa quietud empecé a descubrir una forma nueva de estar conmigo mismo, menos hostil y más serena.
De a poco esa sensación de soledad fue perdiendo fuerza. A pesar de viajar solo, rara vez me sentí realmente así. Cada día traía algo nuevo: rostros desconocidos que se volvían compañía por unas horas, conversaciones sencillas que dejaban una huella, y la certeza de que podía moverme por el mundo sin miedo. Hice amistades con las que compartí el día, y en algunas ciudades también me reuní con viejos amigos, lo que me recordó que mi vida no estaba tan vacía como solía pensar. Sentía que por fin empezaba a habitar los espacios con más libertad, sin esa carga constante del pasado. Claro que hubo momentos duros, días en que la soledad volvía con un peso frío y me hundía en una tristeza silenciosa, pero ya no eran la regla, sino la excepción. También hubo días de profunda pena, que quedaron grabados en la memoria, aunque no fueron los que definieron la experiencia.
Si miro en retrospectiva, aquel viaje fue sin duda la experiencia más reveladora de mi vida. No volví siendo el mismo: algo en mí cambió para siempre. La soledad dejó de ser solo amenaza y se transformó en un espacio donde también podía encontrar calma, y esa comprensión me acompañó de regreso, como una certeza que ya no podía perder.
Hace poco volví de un viaje por Mendoza, improvisado y sin planificación. Se me dio una semana libre de manera inesperada y, al no tener a nadie disponible para acompañarme, decidí partir solo. No forcé nada en esos días; simplemente me dejé llevar por el camino. Los paisajes fueron hermosos, pero lo que más me sorprendió fue la cantidad de personas que conocí. Cada día aparecían rostros nuevos, conversaciones que fluían con naturalidad y la sensación de ser escuchado con verdadero interés, algo que me hizo sentir apreciado. Descubrí que no necesitaba un plan para abrirme paso entre desconocidos, bastaba con estar presente. En esa espontaneidad había una ligereza distinta, una forma de moverme por el mundo sin miedo. Y lo que antes hubiera sido un viaje solitario, esta vez se convirtió en una experiencia compartida a cada paso.
Me impresionaba la forma en que la gente me escuchaba, con un interés genuino que no buscaba nada a cambio. Cada día aparecía alguien nuevo con quien podía compartir un momento y sentirme valorado. Nunca llegué a sentirme verdaderamente solo; más bien me descubrí libre, caminando por un mundo que en ocasiones puede ser duro y cruel, pero que también sabe mostrarse generoso y hermoso. Esa libertad se sentía distinta: no era huida, ni obligación, sino elección. Podía decidir hacia dónde ir, con quién hablar o simplemente guardar silencio, y en cualquiera de esos caminos encontraba un sentido. Era como si por primera vez no necesitara justificarme ante nadie. Y esa certeza, aunque sencilla, me hizo sentir dueño de mi propia vida.
Hoy ya no huyo de mí mismo ni intento esquivar los momentos de soledad. He aprendido a mirarlos de frente y a reconciliarme con los fantasmas que antes me perseguían. Comprendí que aquel niño nunca tuvo la culpa, y ahora soy yo quien lo sostiene con la paciencia que entonces le faltó. La soledad dejó de ser un castigo y se volvió un espacio donde puedo respirar sin miedo. Y hoy, más que nunca, la frase de Marco Aurelio me hace sentido.
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