A mi madrina, Angélica

Nueve años han pasado desde tu partida,
y no hay día en que tu recuerdo no me acompañe.
Madrina mía, madre del alma,
tu amor incondicional fue faro de luz infinita.

Desde que te fuiste, mi vida cayó en abismo,
no recuerdo dolor más insoportable
que la herida de perderte.
Temo que el tiempo, cruel y frío,
alguna vez intente robarme tu voz;
ruego que nunca llegue ese día.

Fue duro mirar cómo la enfermedad,
lenta y despiadada, marchitaba
el rostro que en mi niñez me acariciaba.
Hasta el último aliento fuiste ternura,
aun en la fragilidad de la despedida.

En mi día más oscuro, bajaste del cielo,
me salvaste, me contuviste,
y supe que tu amor no conoce fronteras.

Algún día, cuando mis días acaben,
volveremos a encontrarnos.
Nos sentaremos bajo la calma del edén,
y entre tazas de té eterno,
sabré que he llegado al paraíso.



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