A veces me pregunto por qué soy de esta forma,
si percibo matices que otros no nombran,
no me creo distinto, ni busco ser mejor,
ni deseo coronas en batallas de razón.
Quizás mi alma de artista me arrastra,
a sentir cada emoción como tormenta y calma,
o tal vez es al revés,
y mis tormentas me hicieron artista después.
No me seduce el disfraz de apariencias,
ni el brillo efímero de lo material,
encuentro paz en un gato que reposa,
en la ternura de un perro,
en un paisaje que se abre como un suspiro,
en una risa sincera,
o en el calor sencillo de una tarde compartida.
Rara vez me enamoro,
pero cuando el amor me encuentra
una pasión desbordante me inunda el pecho,
como un río que se deshace en su cauce.
Mi niñez quizá marcó demasiado el camino:
traumas innombrables, pérdidas punzantes,
la cercanía oscura de la muerte rondando,
y un refugio hallado en los versos de Poe,
donde mi adolescencia se guareció del frío.
Algunos dicen que soy demasiado empático,
y tal vez lo sea,
pues no soporto infligir el dolor
que en mi piel ya dejó cicatrices hondas.
La verdad no lo sé.
Solo intento comprenderme,
solo intento nombrar en palabras sencillas
por qué soy así.
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