En este invierno gris, cansado y doliente,
mi corazón susurra un destino ausente:
volver a cruzar la gran cordillera,
allí donde el alma respira entera.
Mendoza me espera con su vino y su calma,
sus montes nevados que sanan el alma;
y Córdoba late con sierras doradas,
donde el viento acaricia memorias calladas.
Buenos Aires, agridulce en su voz,
me hiere y me abraza con tango feroz;
en sus calles guardé la nostalgia y la herida,
mas también comprendí la belleza de la vida.
Hacia el sur me llaman los mares fríos,
pinguinos en danza, cielos bravíos;
y en Bariloche, lagos como espejos,
reflejan mis sueños, mis pasos añejos.
Recuerdo las noches dormidas en mi auto,
sin miedo, sin planes, confiado en lo ignoto;
cada amanecer era un nuevo latido,
un viaje sin mapa, un camino vivido.
Cada día encontraba rostros distintos,
gente que guardo en la piel y en el vino;
compartimos jornadas que el tiempo no borra,
instantes sencillos que el alma atesora.
Hoy, en la tristeza que oprime mi pecho,
ese viaje me llama con su eco deshecho;
pues sé que al andar, mi espíritu despierta,
como si el alma volviera a estar cierta.
Ese viaje, lo sé, me daría regreso,
me cosería el alma rota en silencio;
me haría entender que no todo está muerto,
que aún hay rincones donde late lo cierto.
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